La desnudez parece reflejar en sí misma una condición de crisis total. Desde la Creación el ser humano ha sentido vergüenza por su desnudez (Gén 3,7). El pudor humano nos indica la necesidad de cubrir las partes del cuerpo desde el punto de vista de la ética, sin embargo, la Biblia también se refiere a ello. El Antiguo Testamento manda a respetar el tipo de vestimenta según el género: hombre y mujer (Deut 22,5); Job denuncia la situación de los mendigos (Job 24,7.10); san Pablo invita a las mujeres a vestir con decoro (1Tim 2,9); además constata que “nuestras partes más deshonestas las vestimos con mayor honestidad” (1Cor 12,22-23), mientras que san Pedro llama a no adornarse por fuera, sino en el corazón (1Pe 3,3-4).
La desnudez significa también desarraigo y abandono, como el caso de san Francisco de Asís ante su rica familia: se despojó de sus vestidos en señal de renuncia a sus bienes y la decisión de seguir a Jesús pobre y humilde. Él nos enseñó que la desnudez es un signo de la condición espiritual de todo cristiano.
Estas indicaciones ético–religiosas, se acrecientan cuando experimentamos la desnudez en carne propia o a nuestro alrededor, fruto de la pobreza y la marginación. Jesús en su evangelio pone su atención sobre esta última, sin olvidar las demás causas: “…estuve desnudo y me vistieron” (Mt 25,36). Compartir el vestido es una Obra de Misericordia; por eso Jesús invita: al “que te quite la capa, dale también la túnica” (Lc 6,30).
Practicar esta obra es mucho más fácil de lo que imaginamos, aunque cueste: bastaría echar un vistazo para el armario y de inmediato encontraríamos una respuesta a nuestro desconcierto. Compartir con quien está desnudo, no sólo cuando queremos volver a llenar el closet o cuando la ropa está hecha hilachas, sino como un hábito o una moción del corazón, es un deber cristiano; ofrecer vestido a un necesitado como fruto del desprendimiento voluntario, donando incluso esas cosas que podríamos necesitar, es un acto de amor.
Es loable la acción de personas que cada cierto tiempo donan ropas a escuelas, iglesias, orfanatorios, hogares de ancianos, hospitales, patronatos y demás entidades dedicadas a la caridad, no sólo en circunstancias de desastres naturales, sino como programa de vida.
Se hace sumamente necesario que dar al más necesitado, en este caso al desnudo, lo hagamos como una obra que dignifique a la persona que recibe y no que disminuya su honor y le haga sentir menos–preciada. Y aunque podemos estar de acuerdo que “el hábito no hace al monje, pero lo distingue”, la idolatría de las marcas en el mundo actual, lleva a categorizar al ser humano por su vestimenta, olvidando su dignidad de persona. Una acción de esa naturaleza causaría indignación.
Esta Obra de Misericordia busca que todo ser humano, sin importar su condición, viva según la dignidad de Jesucristo que, despojándose de todo, nos enseñó cómo ser generosos (2Co 8,9). En cada pobre desnudo, vemos el Cuerpo de Cristo en la Cruz: ¡Cuán grande es la diferencia de un Jesús despojado de sus vestiduras (Mt 27,36), de los sin techos que deambulan por las calles sin posibilidad de cubrirse ante las inclemencias de la naturaleza, de los destapes de emblemáticos famosos y del culto al cuerpo en una sociedad narcisista!
Vestir al desnudo es devolver la dignidad al pobre. Es mostrarle respeto a su cuerpo y a su persona. Es crear vínculos de relación. Es amar al estilo de Jesús.