Dios siempre toma la iniciativa. Desde la Creación, pasando por Abrahán hasta cada uno de nosotros, Dios está atento para dar el primer paso; buscó a Abram, irrumpió en su vida y lo llamó (Gén 12,1-4). Como antiguamente, también hoy Dios toma la iniciativa por amor, porque “Dios es amor” (1 Jn 4,8).
El amor de Dios parte y llega siempre primero que nuestro amor. El mayor ejemplo es su propio Hijo Jesús: se encarna, pasa en medio de nosotros “haciendo el bien” (Hech 10,38), muere, resucita y nos da su vida, porque “nadie tiene amor más grande que el que da la vida por sus amigos” (Jn 15,13).
Dios siempre nos precede: en verdad, en belleza, en amor, en justicia, en todo; nos busca, nos llama, nos espera con paciencia y si ve que nos hemos extraviado, sale en nuestra búsqueda hasta que nos encuentra, cual oveja perdida (Lc 15,4-7). De hecho, ese es el gran misterio de la Navidad. Un Dios que toma la iniciativa y se acerca tanto, hasta convertirse en uno de nosotros, pero desde nuestra nada, desde nuestro anonadamiento: “se despojó de sí mismo tomando la condición de siervo” (Fil 2,7).
Normalmente creemos que somos nosotros los que buscamos a Dios, que nos acercamos a él, que tomamos la firme decisión de cambiar de vida y seguirlo. Pero no: Jesús fue y buscó en sus lugares de oficios a sus discípulos (Mc 1,16-20); tampoco se sentó a pedir opinión de quién era el más inteligente, el más sabio o el más santo, sino que “llamó a los que él quiso” (Mc 3,13). Dios siempre nos busca, porque nos ha amado desde la eternidad y por este amor eterno, él, que es nuestro Padre, nos engendró a la existencia y nos introdujo en la historia, para que seamos parte de su Historia de Salvación.
Él es el mismo que se acerca y nos devuelve el ánimo cuando nos ve desilusionados y tristes, cuando nos hemos alejado de él, pensando que ya todo ha terminado, como los discípulos de Emaús (Lc 24,13-35). Dios siempre estará listo para perdonarnos, abrazarnos, alzarnos, devolvernos vida y felicidad. Ningún interés mueve al Señor más que su amor y su misericordia.
Este argumento no se explica solo para cada persona individualmente, sino que se extiende principalmente a la Iglesia. Últimamente, sobre todo después de Nietzsche, Marx, Feuerbach, Popper y otros filósofos, se ha acentuado la idea que Dios es una creación del hombre. Estos intelectuales y sus discípulos quieren hacer de Dios una idea y Dios es más que eso.
La razón y la imaginación no son capaces de inventarse y agotar el misterio insondable que es Dios. Es él quien ha dado origen a todo: al universo, a la idea y al pensador (que piensa el universo); al ser, al intelecto, a las emociones y al corazón; y él, como “Motor inmóvil”, según la expresión aristotélica, puso a correr también la rueda de la Iglesia con sus inicios en Pentecostés (Hech 2, 1-13) y, solo después, que actuó el Espíritu Santo, dio poder a sus discípulos para actuar, para evangelizar.
De esta manera, la Iglesia permaneciendo unida a su Fundador, sabiendo que a él se debe y que él la preside en su peregrinación, puede ser y, en realidad lo es, sacramento de salvación para este mundo. Los cristianos, que formamos un solo Cuerpo en la Iglesia (1Cor 12,27), al ser injertados en el Cuerpo de Cristo por el Bautismo, compartimos ese amor primero de Dios que se hace visible en el amor a los hermanos (Mt 22,40).
En fin, el mundo, la salvación y el amor, que atrae todo hacia Dios, encuentran en él su razón de ser, porque como dice el refrán: “Dios no se deja ganar en generosidad”.