Hablar de compromiso en el día de hoy, para muchas personas resulta una quimera. Parecería que en los tiempos modernos esta palabra ha desaparecido del argot popular, a tal punto que, muchas personas viven del suspiro de un pasado, no lejano, donde el hombre se reconocía por “su palabra”; no eran necesario abogados ni notarios, bastaba con un apretón de mano o, más sencillo aún, con decir: “Sí, compadre”.
De una forma u otra, la falta de compromiso social modifica el comportamiento psicológico del ser humano, quedando afectado también el compromiso cristiano. La denuncia repetida que ha elevado la Iglesia desde todos los escenarios, sobre el inmenso abismo que se contempla muchas veces entre la fe y la vida de los cristianos, es la muestra más evidente. Hombres y mujeres que viven bajo un mismo techo, que han procreado familias ejemplares, que asisten fielmente a la Iglesia y, sin embargo, no dan el paso a una vida sacramentada.
En ese mismo orden, jóvenes líderes de nuestras parroquias, que al momento de unirse en matrimonio después de una vida fructífera en nuestras comunidades de fe, se les escucha decir: “Me casaré por la ley y después, si me va bien, me caso por la Iglesia”, dejando de lado la oportunidad de poner en las manos de Dios un proyecto tan importante como es el matrimonio (Gn 2,24; Mc 10,8).
¿Qué está sucediendo? ¿Es que hay mucha gente que está pasando en medio de la gracia del Señor y no está permitiendo que el Señor le bañe, le bendiga, le empape de su Espíritu?
Es muy iluminador lo que dijo el Papa Francisco en su homilía de la misa de Santa Marta del 24 de abril del 2017: “A veces olvidamos que nuestra fe es concreta: el Verbo se ha hecho carne, no se ha hecho idea: se ha hecho carne. Y cuando recitamos el Credo, decimos todos, cosas concretas: ‘Creo en Dios Padre, que ha hecho el cielo y la tierra, creo en Jesucristo que ha nacido, que ha muerto…’ son todas cosas concretas… La concreción de la fe que lleva a la franqueza, al testimonio hasta el martirio…”
La Iglesia, siguiendo a Jesús y los primeros cristianos, siempre ha promovido que el testimonio y el compromiso cristiano brotan espontáneamente de la fe vivida con alegría (St. 2, 12-18). Es por esa razón que Jesús en múltiples ocasiones cuando sanaba a un enfermo le indicaba: “Vete y no peques más” (Jn 8,11). Le indicaba pasar de la fe a la acción y de la acción al testimonio; por lo tanto, la unidad entre la fe y el compromiso con la gracia – sanación recibida.
Sin embargo, la concreción de la fe, como ha indicado el Obispo de Roma, es mucho más que el compromiso de cumplir con unos preceptos, es un estilo de vida: el estilo de vida de Jesús que donó hasta su última gota de sangre por la misión salvífica que el Padre le había confiado.
La fe en Jesús genera espontáneamente un compromiso con su doctrina, que él mismo resumió en “amar a Dios y amar al prójimo – próximo” (Lc 10,27). De aquí que, el cristiano es acusado de incoherencia, cuando disfraza, distorsiona y desune estos dos amores. Al contrario, es llamado santo, cuando se compromete con su fe, más aún, cuando compromete su fe hasta derramar su sangre por ella; y sólo se compromete el que ha experimentado un amor profundo por Jesús. El que ha sentido la necesidad de él. El que ha sentido su perdón y su misericordia (Lc 7,36-50).
En fin, el compromiso cristiano tiene un elemento irrenunciable: la experiencia con Jesús.