Hablar de Martín Lutero es referirse a un personaje cuyas ideas y convicciones tuvieron implicaciones directas con una serie de movimientos que repercutieron sobre la religión, la política, la cultura y el mundo intelectual de la época. El movimiento que desembocó en la denominada “Reforma” luterana, se gestó en el seno de la Iglesia y de la sociedad tardo – medieval, durante más de cuatro siglos. Lutero fue la punta del Iceberg que evidenció la montaña de ideas y discrepancias entre el orden centenario preestablecido y la aurora de la modernidad.
Doce años después de haber ingresado al convento eremítico de los agustinos, el 31 de octubre del 1517, Martín Lutero, hacía de conocimiento público sus ideas, resumiéndolas en lo que hoy conocemos como “las 95 tesis”. El 31 de octubre del 2017, es la fecha en la cual se conmemoran los cinco siglos del inicio de la Reforma, un hecho que sigue haciendo correr ríos de tintas, congresos, eventos internacionales, esfuerzos ecuménicos, declaraciones de líderes mundiales y la revisión de actitudes y discursos para tratar de descubrir un personaje que el tiempo y sus discípulos mantienen vivo.
Las ideas de Lutero no son las de un improvisado teólogo ni un novato monje atormentado por deseos de santidad. Lutero es un perspicaz filósofo y teólogo, formado bajo las rígidas reglas monacales de San Agustín.
Las primeras corrientes filosóficas modernas, el peso de la Escolástica, las influencias de los combates antiheréticos de su padre espiritual, el Obispo de Hipona, el lugar de la revelación divina como única fuente de conocimiento, la forma de conducir la Iglesia por parte del papado de Roma y las vivencias de fe de los cristianos de su tiempo, centrada fuertemente en una espiritualidad que transparentaba mayormente la veneración de los santos, la búsqueda de reliquias y la permanente insistencia en la dimensión pecadora del hombre, en la cual se proponían las indulgencias y las peregrinaciones a lugares santos, como un medio para obtener el perdón de los pecados, dieron al traste con una aguda crisis interior de nuestro monje.
Todo lo anterior llevó a Lutero a ser selectivo en sus lecturas, no siempre libres de confusiones, y a construir su propio pensamiento en base a las informaciones de las cuales tenía acceso; tampoco hay que dudar de su buena intención inicial al plantear sus propuestas eclesiológicas. Sólo después se dieron y arreciaron los enfrentamientos y entraron en el escenario discusiones acerca de elementos neurálgicos de la fe.
Para él, el pecado es una verdadera corrupción del hombre y es una realidad presente en forma permanente en la voluntad misma del ser humano. Considera que es imposible que la persona, por su propio esfuerzo, logre obtener la gracia divina, debido a que es un don, ya que ese es el modo de ser de Dios. Por todo ello, el hombre, en sí mismo, no tiene la capacidad de acoger a Dios.
A partir de estas ideas, Lutero construye el muro que le separa de la teología Escolástica. Como alternativa, desde su perspectiva, inició un camino de regreso a los orígenes del cristianismo, cuya mayor evidencia se manifestó en su alejamiento de todas las tradiciones posteriores a los primeros siglos de la fe cristiana; decidió abrazar exclusivamente la Biblia, el examen crítico de los textos sagrados, empezó a consultar autores antiguos, especialmente a los Padres de la Iglesia y utilizó la retórica humanista, para hacer honor a su primera vocación: la de abogado.
De este modo, el fogoso monje de Wittenberg, abrió una ventana al entramado discurso teológico y a la espiritualidad medieval, que con el correr de los siglos, cada vez abre más espacios al ecumenismo, a la fe compartida y a la unidad.